Surgió el scat, inesperado, surgió y latía,
fluía intrépido un caleidoscopio de notas que arrancaban los tendones del
guitarrista de un lugar oculto ni él sabe dónde, ahí donde lo más puro y magnífico
encuentra vía de escape, desembocando justo en el ombligo de la escucha. Caía
como lluvia sobre los corazones sedientos de las una-sola-persona que lo
acompañaba. Movida de conmoción, ella hizo papel picado su timidez y soltó la
primera nota, haciéndole cosquillas al ronroneo de las cuerdas. Ahora sí que se
la estaban jugando. Turno por turno se dejaban lucir, desfilaban sus mejores
pilchas con sabor a otro tiempo y tez negra, se sorprendían de reojo entretejiendo
una sola y la misma sonrisa. Llegaba de lejos el ruido de lo ajeno, ritmos
desacompasados, desesperanzados, una frenada por acá, una puteada marca taxi
versus bicicleta, un perro histérico de tantas horas tras las rejas, muchísimos
pasos apurados, encascados tras algún que otro aparato sin pilas porque eso es
muy vintage y el futuro llegó hace rato. Aunque no para todos, porque pese a
que lo ajeno era indudablemente existente, no se hacía presente en ese cuarto. Ellos
no advertían la tensión, ellos estaban tan embebidos en su menjunje vital que nada
podían atender a otra cosa. Pasaron siglos, cuatro minutos quizá, antes de que el
tema pidiera un descanso, y se fue dejándolos con esa plenitud que deja un buen
plato de polenta con salsa y queso. La eternidad cada instante que hacemos
nuestro. Y entonces cayó el telón, que sonaba más a pequeña pausa anhelante que
a despedida, pero era un finito concluyentísimo. La guitarra retornó a su
funda, los tendones al mate, la garganta a esa anécdota viejísima sobre el
colombiano del colibrí que le cuento a todo el mundo y siempre me contestan que
ya la conocían, pero que les gusta cómo la cuento, así que va de nuevo, y ya
estábamos en el mundo como nuevos, habiéndole regalado a la vida un buen trago,
porque por más derrames de petróleo y tráfico de órganos, nosotros también
sabemos tocar el amor y hacer magia.
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