Viene todos los días, un rato
después de sol. Cada vez que pone un pie en el metro cuadrado del pasto del
jardín*, mi cuerpo se retrae, saliva y empuja hasta que sale del caparazón,
máscara-cáscara, y, una vez que se me acostumbran las antenas al fresquito de
la mañana que no perdona resacas, empiezo a ronronear para que se acerque a mí.
Yo creo que ella escucha, pero yo no sé lo que es creer. Lo que sí sé es que
tarde o temprano, se trepa a esa barra amarilla que la hace volar. Entonces me
arrastro tronco abajo hasta quedar bien cerca, y que sus medias de colores me
peinen el cascarón. Tiene el cacareo más contagioso que escuché. Por eso me
quedo, paralizado de adrenalina, degustando el peligroso roce de sus patas. La
arrullo desde mi escondite en el pasto, soñando con que me advierta y me deje
hacerle dibujos de baba en las plantas.
* Ubíquese en un dúplex típico de un barrio de nuevos ricos, corre
el otoño de algún año cercano a la intromisión de Miguel del Sel en nuestro
generosísimo mundo político.
···
Iara
cumplió dos años y Pepo le regaló unas zapatillitas. Mamá la levantó temprano
con una chocolatada y la llevó al comedor para que salude y le muestre al
abuelo cómo le quedaban. Ella habló poco y le dio un abrazo a ese señor
grandote y arrugado que viene a tomar mate cada tanto. Le gustaba por sus
sombreros divertidos y porque le hace a upa en los hombros (en este punto de la
historia todavía no se fracturó la clavícula), pero igual se aburrió rápido. Se
quedó mirando por la ventana y apenas dejó el vaso vacío, bajó del asiento y se
fue, un poco a los tropezones, a jugar en su hamaca. Podía pasarse toda la
mañana ahí, riéndose con las cosquillas que le hace el pasto y aprendiendo a
silbar para responderle a los pajaritos. Sus piernas eran más fuertes y más
largas cada día, y la hamaca respondía llevándola más rápida y más alta, a un
suspiro de volar. En eso, Mamá desde la cocina: “Iara, vení adentro que te
pongo una bufanda, hace frío”. Ella en realidad no cazó la frase en su
totalidad, pero sí la orden: adentro. Resolvió obedecer, y sus patitas
eficientes bajaron de golpe al suelo, justo sobre el espacio donde estaba
ubicado su admirador. Sin siquiera darse cuenta de la fatalidad, siguió
caminando, mientras los restos de caparazón y babosa agonizante se iban
despegando de la suela recién estrenada.