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 Daría mi reino por un atado de cigarrillos. ¿Mi reino? Da lástima ver en lo que se convirtió. Acá se aprende el desapego a la fuerza, a los gritos y golpes. Tengo una frazada roja, un cuaderno, una gomita de pelo y un nombre tatuado en la frente, siempre el mismo. El mismo nombre, el ineludible sustantivo propio del ser que más amo, temo y parto, que resuena en mi saliva que no lo deja salir. El mismo nombre que no sé disimular, que ella lee en la palidez de mi piel reseca, porque me tiene más junada que mi madre, porque me es imposible esconderme ante su mirada de águila insomne. Ella tan sabia, templada y milenaria, ella sabe de mi martirio escondido bajo sábanas sucias, sabe de este aire de tumba que arrastro bajo mi sombra, y también conoce las coordenadas donde perdí las llaves, pero de nada sirve que me las revele porque ya encarné mis candados. Ella ahora calla y me acaricia, me alcanza un té, me arrulla, nutre mi cuerpo dejado y vejado para evitar que se desvanezca. Finjo sonrisas muy a menudo, porque aunque mi existencia se pone cada vez más tenue, conservo la buena costumbre de agradecer. Nuestro horizonte es agrio, es que podremos salir nunca de la celda, e igualmente contamos los días. En este oleaje de desesperanza la tinta es mi único ancla, su boca mi faro, y el mismo nombre, la tempestad profunda, corrosiva y tortuosa, de todas las disculpas que de nada valen, de todas las frases que demasiado tarde se me ocurren, de ese enorme rencor vuelto contra mí a diario, una, doscientas trece veces, y contando...

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