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 Daría mi reino por un atado de cigarrillos. ¿Mi reino? Da lástima ver en lo que se convirtió. Acá se aprende el desapego a la fuerza, a los gritos y golpes. Tengo una frazada roja, un cuaderno, una gomita de pelo y un nombre tatuado en la frente, siempre el mismo. El mismo nombre, el ineludible sustantivo propio del ser que más amo, temo y parto, que resuena en mi saliva que no lo deja salir. El mismo nombre que no sé disimular, que ella lee en la palidez de mi piel reseca, porque me tiene más junada que mi madre, porque me es imposible esconderme ante su mirada de águila insomne. Ella tan sabia, templada y milenaria, ella sabe de mi martirio escondido bajo sábanas sucias, sabe de este aire de tumba que arrastro bajo mi sombra, y también conoce las coordenadas donde perdí las llaves, pero de nada sirve que me las revele porque ya encarné mis candados. Ella ahora calla y me acaricia, me alcanza un té, me arrulla, nutre mi cuerpo dejado y vejado para evitar que se desvanezca. Finjo sonrisas muy a menudo, porque aunque mi existencia se pone cada vez más tenue, conservo la buena costumbre de agradecer. Nuestro horizonte es agrio, es que podremos salir nunca de la celda, e igualmente contamos los días. En este oleaje de desesperanza la tinta es mi único ancla, su boca mi faro, y el mismo nombre, la tempestad profunda, corrosiva y tortuosa, de todas las disculpas que de nada valen, de todas las frases que demasiado tarde se me ocurren, de ese enorme rencor vuelto contra mí a diario, una, doscientas trece veces, y contando...

Despecho (no apto para todo público)

Sí, estuve con otro. Otro como tantos. Y, ¿sabés qué? Lo disfruté muchísimo. Me removió algo adentro, quizá sea eso que llaman juventud, no lo sé, pero todo mi organismo habló, gritó, rugió, gimió, y yo estaba más mojada que nunca, y mi clítoris deliraba, me temblaban las piernas, mientras su piel transpirada aumentaba la temperatura del ambiente. Empañamos los vidrios. Los vecinos vinieron a quejarse, y entonces nos reímos como niños macabros, y nos lanzamos de nuevo a la aventura de nuestros cuerpos, recorriendo todos los rincones de la casa, cagándonos en toda sacralidad. ¡Podés creer que hasta me preguntó qué posición me gustaba! De repente me topé con un tipo que sin siquiera conocerme estaba realmente interesado en que la pasara bien, y eso que yo ya estaba entregada en bandeja, que podía hacerlo maquinalmente como lo hicimos siempre nosotros, para después, al hablar de sexo con mis amigas, no tener otra respuesta que: "Sí, la pasamos bien..." por no conocer que hay otro modo de extasiarse, el compartido. Entonces yo, sí, yo, la que decía ser tuya, la que juraba y concedía, me arrastré y lo dejé jugar conmigo, me atraganté con su jugo, puse a su disposición todos mis orificios, le mostré mi máscara más histérica y putona, esa que por supuesto desconocés, le rogué, me arrastré, supliqué que me domine, que me muerda, que me chupe, que me arañe, que me absorba, que cometiese las peores guarradas, que me destrozara por dentro, mientras Venus aprendía cómo se puede reinventar la carnalidad y el salvajismo. Yo vibraba alucinada, y me ardía de tanto, y no me picaba ya el rencor, porque la venganza se come bien caliente querido, desgraciado, imbécil, miserable. Cuando volví, sola de nuevo, de ese espacio ajeno, y adquirí de nuevo la rutina de verte, me sentí tan vacía como vos, porque después de cerrar con broche de mierda el maravilloso trámite del despecho todavía digo tu nombre dormida.

La madurez

por Don Rolo
En la madurez
hay un pequeño,
un gigante
y un ser inofensivo.
El ser inofensivo prefiere tocar todo con sus plumas,
intentando destruir con pasión cosas que jamás podrá.
Queda en el camino y sonríe,
por las dudas;
a pesar de no entender
 nunca te olvidará.
El pequeño no quiere crecer
y teme que demasiada verdad en sus ojos
altere los sueños de su próxima vida
porque su vida pasada
le mete dudas
le mete ideas
nefastas,
habla del futuro
que nunca será mejor
y le mienten
para que él mienta
y se mienta.
El tercero,
el gigante,
ya ofende
ya arruina
ya colapsó
ya se olvidó del niño
que no destruía aunque quisiese,
y manipula,
con su alma hecha pedazos,
a los otros dos.
Les tira del pelo
y sin pensarlo
los manda al precipicio
para que caigan del árbol
donde las frutas
son verdes
son dulces
pero nadie se las come vivas
porque les falta tiempo para ser
lo que sus depredadores quieren que sean:
maduras.
La madurez
te mata
y te despierta
el peor de tus apetitos,
hambre de que todos deban sufrir lo mismo
y aceptarlo.
Eso es madurar:
entender que todo está perdido
y ponerte a destruir todo
a la par del mundo.

Ágata

 Andaba arrastrada, como loca mala, como media sin par, como cuando todo lo terrible del mundo se condensa en un ahogo que punza el esternón y nos deja a gachas. Arrastrada y sin explicaciones de ningún tipo, pues para qué si ese vacío, esa angustia fundamental, no se llena con excusas sobre el origen. Solita en una pecera en un galpón, techo tinglado con dieciséis vigas recorriéndolo exactas e inmóviles, y sobre ellas varios cúmulos de nubes. En cada rincón fluía el aire pastoso del conurbano, enrarecido de humos varios y venenos baratos, alquimia de gases grises, perlados por naranjas de las luces de mercurio del Acceso Oeste, que incandescen todavía con más estrépito cuando viene esa hora de la noche en que pareciera no suceder absolutamente nada.
 Ya había recorrido el laberinto de punta a punta, y había repetido el procedimiento, infalible, quichicientas veces, pero no había queso que buscar. Quizá querían probar su velocidad. O presionarla hasta que tuviera un brote psicótico y se pusiera a recitar los pronombres. No iban a lograrlo. Sabía que llevaba más de medio día metida ahí, casi delirando de hambre pero sin ganas ni de vengarse. Acá vuelvo sobre mis pasos y me retracto: decir que andaba sola fue inexacto, porque es bien sabido que todo ese tire y empuje de neurosis eléctrica puede corporizarse y convertirse en compañía, al tiempo que la carne se transforma en carnada de diván. También porque fuera de la pecera había un roñoso mundo de peones de laboratorio jugando con ella.  
 Andaba atragantada, a gatas, harta, Ágata la rata, atrapada, apagada. Únicamente se perseguía la cola y maldecía en chillidos analfabetos a la Entidad Madre por tener el mal tupé de encajarle a una humilde ratita un cerebro tan similar al humano, que la llevaba a morar desgraciada en su propio laberinto. Ella no pidió ser parte del experimento, pero mucho menos, darse cuenta.

Alejandro Dolina

 Tal vez ha llegado el momento de comprender que los criollos no hemos nacido para ciertas fantochadas. Que se rían los brasileños. Tengamos, eso sí, fiestas y reuniones populares. Pero no dejemos de ser quienes somos. Si nuestra extraña condición nos ha hecho comprender el sentido adverso del mundo, agrupémonos para ayudarnos amistosamente a soportar la adversidad.
 A lo mejor, los Carnavales de antaño, tan añorados por los animadores de la radio, no eran más que eso: una reunión de gente triste que buscaba consuelo.

Lunes otra vez

Es la ciudad y es lunes otra vez.
Colectivo: apestado como un callejón sin salida
todas las miradas son anónimas
todos los cruces, desencuentros
todas las pieles, maquillaje
todas las cabezas, piojosas y bajas
y los adoquines chispean bajo las mil y un ruedas de nuestro arrullo atronador de mañana de día hábil
trazamos una línea recta muy preocupada entre las luces apagadas del teatro de revista,
suena el timbre con insistencia y, refunfuñeo mediante, el colectivo acaricia el cordón de la parada y evacúa varios soretes que se bajan en este escenario vacío
porque hay un tiempo para todo, y así como no se sale en conchero a estas horas de la matina
así como lunes otra vez, todo gris, polvo y telarañas
así como sólo los kioscos y los mendigos están abiertos
asi como no hay elegancia ni expectativa
no hay cantores cantando
no hay humoristas humeando
no hay actores actuando
preguntará usted: ¿y para qué la acción?
Bueno, puede que no lo pregunte
y hasta diría que en este colectivo nadie se está haciendo esa pregunta
es posible que muchos jamás se la hagan
ya que están perfectamente acostumbrados al cómodo sillón de la intrascendencia
y a las fórmulas de cortesía
que se han vuelto sólo una forma más fina de reventar el pus de los granos de desprecio que nos salen frente al otro y su portación de cara de mitad vacía del vaso
y el colectivo apretadísimo
lo que se dice: "hasta la jeta"
yo respiro a través del pelo grasiento de la doña de adelante mientras la morruda que quedó atascada al lado mío hace lo que puede para no aplastarme
Pienso que esta falta total de espacio, esta invasión apurada y forzosa de los cuerpos, es el síndrome del nuevo milenio
podremos estar 40 minutos casi manoseándonos -con cautela, no queremos herir susceptibilidades tampoco, sepa usted que el ambiente arriba del bondi hora pico se caldea bien rápido- y ni dedicarnos un "Hola", no interactuar más que para los permisos impacientes, los gracias cortantes y los perdones hipócritas
los pasajeros huyen por la ventana
tratando de matar el tedio que les brota
y cualquier abstracción es preferible al intranquilizador, amenazante, filoso, imprevisible, insoportable, confuso, terrorífico cara a cara.
Permiso, permiso, gracias, gracias, permiso, ¿bajás en la otra?, listo, permiso, gracias.
Ahora que me bajé me olvidé de todos y cada uno de los rasgos de la gigantesca tripulación. Los hice un bollito todos juntos y se fueron directo al cajón mental donde guardo los extras de mis sueños. Pero no fue la ciudad ni el lunes ni el colectivo ni el estrujenempujenbajen lo que nos volvió tan
quietos necios
 ciegos presos
   lejos muertos
      precios cerdos
          sesgo terco
               hielo seco
                     resto hueco
                            nervios tensos
                                    viejos y tuertos.

(https://www.youtube.com/watch?v=aovYPJDLOw8)

Esa

Me busqué en el espejo;
me encontré
pero no era esa.
Faltaba frescor en la piel,
el lunar en la pera,
¿a dónde me habré ido?
Pero sí, era y soy esa,
la misma de acá
es la otra inversa,
me respondo mímica
instantánea
viceversa
claramente no soy otra que la otra que no es yo sólo por una cuestión de espacio
pero eso ni siquiera, porque el principio de incertidumbre dice que los electrones hacen la suya y entonces, en una de esas, estoy tanto acá como allá, flujo reflejo y atrás los azulejos.
Sin embargo bien sé que no soy esa,
ni la de allá ni la de acá.
No entiendo a dónde me fui,
pregunto por terca:
me rehúso a ser ella
que por sobradas razones no soy.
Rechazo esa cara de pasado sin pisar
esos aires de indiferencia
esa penosa resolución
que es solo insolvencia
esa inconstancia
camuflada de inconciencia
y a todo esto, ¿a dónde mierda me fui?
me increpo con culpa
me insulto con fiereza
estrujo mis labios esperando arrancarlos
y que con ellos se pierda
además de mucha sangre
las frases desacertadas
la falta de tacto
la mera torpeza
el ácido sarcasmo
que no construye y sólo tropieza
esa máscara con que me doy a conocer
sólo es un mecanismo de defensa
porque no soy esa, repito, porque no soy esa
y me arrancaría un ojo pero me da demasiada impresión
y no soportaría alterar tan gravemente la simetría de mi cara
¡qué digo mi cara! no, la de ella
aunque sí le quemaría las pestañas
me arrancaría confesiones perversas
se despojaría de toda vergüenza
el miedo al abismo, a la noche, al apocalipsis zombi, a Del Sel en el Congreso, a la invariable soledad, ese bondi unidireccional al que cada quien está subido y para sólo en la terminal
y le escupiría las manos
y me tiraría de las orejas
y se rompería la nariz
si eso fuese posible
y me despellejaría un trazo de frente en forma de cinta de Moebius
aunque claro, me desmayaría en el intento, porque soy muy minuciosa a la hora de despellejarme y mis tiempos no son los mismos que los de mi circulación, tanto menos de mi aguante
y me sacaría los incisivos con una tenaza preferentemente oxidada
y le llenaría el tórax de clavos hasta convertirme en palo de lluvia
y se haría buches con vinagre de vino,
¡ay, el peor de los dolores!
y me acercaría después a ese fiambre vudú para susurrarle todo mi asco de la forma más elegante que encuentre
para después colgarlo de un perchero a cien pies de elefante de altura
dejándole abajo la cena lista: hoy, el menú de la casa es tu plato preferido (en este caso, una soberana lasaña de carne con boloñesa seguida del más acuciante y pornográfico tiramisú)
y después de tanta saña y ceremonia
me sentaría a comer
no sin antes servirle a ella una generosa porción inalcanzable
y me deleitaría mientras su baba cae sin cesar
hasta que deshidratada, desesperada y descolorida
me diera cuenta que yo sí era ella
y no tendría tiempo ni para pedirme perdón.

Scat

  Surgió el scat, inesperado, surgió y latía, fluía intrépido un caleidoscopio de notas que arrancaban los tendones del guitarrista de un lugar oculto ni él sabe dónde, ahí donde lo más puro y magnífico encuentra vía de escape, desembocando justo en el ombligo de la escucha. Caía como lluvia sobre los corazones sedientos de las una-sola-persona que lo acompañaba. Movida de conmoción, ella hizo papel picado su timidez y soltó la primera nota, haciéndole cosquillas al ronroneo de las cuerdas. Ahora sí que se la estaban jugando. Turno por turno se dejaban lucir, desfilaban sus mejores pilchas con sabor a otro tiempo y tez negra, se sorprendían de reojo entretejiendo una sola y la misma sonrisa. Llegaba de lejos el ruido de lo ajeno, ritmos desacompasados, desesperanzados, una frenada por acá, una puteada marca taxi versus bicicleta, un perro histérico de tantas horas tras las rejas, muchísimos pasos apurados, encascados tras algún que otro aparato sin pilas porque eso es muy vintage y el futuro llegó hace rato. Aunque no para todos, porque pese a que lo ajeno era indudablemente existente, no se hacía presente en ese cuarto. Ellos no advertían la tensión, ellos estaban tan embebidos en su menjunje vital que nada podían atender a otra cosa. Pasaron siglos, cuatro minutos quizá, antes de que el tema pidiera un descanso, y se fue dejándolos con esa plenitud que deja un buen plato de polenta con salsa y queso. La eternidad cada instante que hacemos nuestro. Y entonces cayó el telón, que sonaba más a pequeña pausa anhelante que a despedida, pero era un finito concluyentísimo. La guitarra retornó a su funda, los tendones al mate, la garganta a esa anécdota viejísima sobre el colombiano del colibrí que le cuento a todo el mundo y siempre me contestan que ya la conocían, pero que les gusta cómo la cuento, así que va de nuevo, y ya estábamos en el mundo como nuevos, habiéndole regalado a la vida un buen trago, porque por más derrames de petróleo y tráfico de órganos, nosotros también sabemos tocar el amor y hacer magia.