No termines como Captain Cook

  Una tripulación sobre tablas sobre ratas, valientemente a la deriva entre las tinieblas y la sal, avanza a fuerza de viento, atraviesa tensa la penumbra hasta ser alcanzada por una luz titilante. Los muchachos sudan, no mares, sino esperanza y temor. Calculan: hay un faro a doscientos nudos de distancia. Entonces aúllan. El más inferior de los cabos, el que aun no supieron atar, se ocupa de soltar el ancla a pedido del capitán Cook. Aquel, barba, pipa y callos, desciende a cubierta y reúne en ronda a los sobrevivientes de la travesía.
 Silencio expectante. “Muchachos, estamos por llegar. Es necesario que les revele el secreto motor de nuestra odisea, que tuve que guardarme hasta este momento crítico.  Espero sepan comprender mi situación. Soy un hombre de honor y acepté emprender este viaje por dos motivos: uno, la carga de azafrán y jengibre que traemos es de extrema necesidad para la gente que nos espera en la isla; el otro, soy el único Capitán Cinturón Azul Punta Dorada con el pasaporte al día. Hemos surcado los límites del horizonte y salimos victoriosos, y les confieso mi orgullo y admiración ante tanta proeza. Por el respeto que se han ganado, no puedo permitir que continuemos sin advertirles que el puerto que se avecina está maldito. Les sonará extraño, tal vez, pero nosotros, hombres de océano, que hemos lidiado con bestias tentaculosas, sirenas pérfidas y la inclemencia de Neptuno, sabemos que no hay precaución que no amerite ser tomada frente a lo que la turba  estúpida llama “mito”. El muelle al que nos acercamos no cuenta con una sóla gaviota que le revolotee. No se pesca en kilómetros a la redonda. Es un poblado de gentes de piel delgada y pálida, que envejece irreversiblemente a partir de la treintena, perdiendo a los pocos meses toda la dentadura, luego el cabello, y finalmente la habilidad para caminar. Quienquiera que pise Bahía Jubilada se convierte, tras el primer ocaso, en uno de ellos. En cuestión de días estarán sentados en la plaza comiendo galletitas sin sal, mirando a otros desfilar costosamente en andador, camino al bingo o al mercado de pulgas. Sé que éste es un futuro poco prometedor, así que es preciso que cada cual tome una decisión. No podremos volver a zarpar en menos de una jornada, dado que traemos un importantísimo cargamento de contrabando que requiere más de un sol para desembarcarse. Entonces, compañeros míos, yo, el Archicapitán Cook, debo en este sermón negro pedirles que consideren el valor de su juventud y vigor. Quienes estén dispuestos a terminar esta ardua expedición, a sabiendas de que quedarán atrapados en una isla que poco sabe de encuentros carnales y riñas de vieja escuela, no tienen más que quedarse aquí, levantar el ancla, y todo el trajín que de sobra conocen. Para quienes semejante mañana sea demasiado miserable como para transitarlo, puedo ofrecerles dos botes, las escasas provisiones que nos restan y mi sincero deseo de que eventualmente arriben a algún puerto seguro. Por lo que a mí respecta...”. En este momento, el capitán, que ya había dejado su gorro de oficio en la mesa y jugueteaba con un objeto en su bolsillo, sacó su mano de allí y sin dar tiempo a que ningún marinero tenga un reflejo en su favor, se degolló con una antiquísima daga de mango de ébano, regalo de un oficial de navío al que le aplicó con éxito la maniobra de Heimlich.
 La tripulación, las tablas y las ratas crujieron al límite del síncope. Los minutos que siguieron fueron de una tensión intraducible. El primero en acercarse al cuerpo, con primor, sin dejar por un momento de farfullar un salmo armenio, fue el cabo del ancla. A él lo siguieron uno, dos,  el resto, con semblante firme y respiración de macho indolente, y entre todos se pusieron a revestirlo como canelón-matambre con la bandera del navío y lo lanzaron de babor a la mar, luego de guardar su daga y reloj en sus sendos bolsillos. Finalizado el ritual, y sólo entonces, levantaron las miradas incrédulas y se examinaron mutuamente.
 Contaban doce. Siete habían muerto en el camino, presas  de la malaria, la peste bubónica y la humedad. Sintieron más fuerte el ruido de sus ausencias.
 Fue el barbero de los huevos peludos quien primero habló: “Dignidad. Mi vida la quiero viva.” Desenvainó, mismo procedimiento y misma resolución, aunque nadie se ocupó de desechar su cuerpo, en parte por la falta de banderas, pero más porque esa última sentencia convenció a los marineros de seguir sus pasos. Fue un brote de histeria sin espamentos. Algunos, los menos, se abrazaron, también hubo quien derramó disimuladamente un poco de océano por los lagrimales, y así fueron cayendo sobre las tablas sobre las ratas. Mismo procedimiento y misma resolución.
 El último, el cabo que no pudieron atar, fue el único que reparó en que el cargamento no llegaría a desembarcar jamás. Y sentado en una baranda empezó a cosquillearle una ironía que lo dejó doblado de risa. Cuando pudo volver a ponerse en pie su rostro tenía el ceño duro de la decisión: bajó a donde las ratas anidaban, se cargó al hombro un tonel de raíces de jengibre y una pinta de pistilos de azafrán y los depositó uno de los botes disponibles.
 Antes de lanzarse a la mar se tomó la molestia de tallar en el suelo: JUVENTUD, DIVINO TESORO. Y luego, esquivando cobardes, empezó a remar hasta perderse en el horizonte.

(https://www.youtube.com/watch?v=7r4OJkN7qvI)

El fin del nihilismo

Brote germina, fémina explota
suerte ancestral de ser hogar de otro cuerpo
confluyen dos en uno para ser tres
el nihilismo se lava con el eco del diminuto corazón
que es todo norte, comienzo y objetivo
la leona cede sus juguetes a los tiempos que vienen
la madre guerrea, nutre, celebra
arrulla sutil, arrolla imponente
la niña muta y educa
empieza hoy todo lo nuevo.
Llorar, abrazar, carcajear, proteger, acompañar, procesar, crecer.

ColiFlores

 George Heicowsky, nacido en Alemania en el tiempo sangriento, se vino con sus viejos -en ese entonces jóvenes- en barco de bandera sueca. Ambos eran listos y sabían que cualquier lugar era mejor que el infierno del águila negra. Él ea un poroto de apenas cuatro años, pero guarda bien su memoria las cicatrices.
 Me lo crucé en las entrañas de Ituzaingó, bien al sur, entre calles que todavía no conocen el asfalto. "¿Quiere que le dé una mano?", le pregunté, movida por empatía sin cargo de conciencia. "Te agradecería... infinitamente", me dijo con una sonrisa de deleite. Iba para Artigas, y yo, que ni pálida idea de los nombres por ese pasaje desconocido, empecé a empujarle la silla mientras chusmeaba carteles. La suerte fue que frenamos en un almacén y le regalé un paquete de puchos. En esa pausa de viciosos me comenta su férreo convencimiento de estar a dos cuadras de la estación de Flores. Complicado. (Pienso: ¿a mí se me pegan los coliflores, o soy yo la que se les pega?)
 Decidimos que nuestro destino sería el andén, el de Rivadavia al veintiún mil. Él no estaba seguro de nada: ni de que mi encendedor era azul y funcionaba, ni de tener el papel higiénico en el bolsillo del asiento, ni de estar del lado agitado de la General Paz. Yo estoy más cerca de desarrollar la telequinesis que de ubicarme en cualquier parte, pero estaba convencida del camino. Ahora, palabra contra palabra no solucionaba mucho, así que ratificamos la ruta con un kiosquero, un carnicero y una señora con cara de tía, un don de tapado que venía de la farmacia y un flaco que nos vio con problemas para bajar del cordón. Ni una mísera rampa, joder.
 Llegamos al paso a nivel; mi aliento venía trotando unas cuadras atrás y mi brazo derecho estaba para el Roland Garros. Unos maduros bicicletos nos facilitaron el paso: resulta que algún urbanista infeliz puso el laberinto más estrecho del mundo justito enfrente a la única rampa del andén. De cualquier manera le ganamos a su negligencia. Lo dejé en el vagón, ojalá en buenas manos, con la compañía de su ilustre genio desmarañado y un cierto aroma a pis que ahuyenta narices respingadas. Tanto mejor, ¿para qué rodearse de cuervos?
 "Te aseguro que de esta noche no me voy a lvidar nunca. Cuidate, vida. Sos muy grande y muy fuerte." Eso fue lo último que me dijo. Se fue a un bar. Y de ahí, partió para Siberia.

Oda a la misoginia

Desprecio tu galantería
Tu gesto principesco, caballero, no me excita
No me mires de arribita
No me trates de costilla
Y las puertas para ir a jugar
Dejá que las abro solita

Te cruzaste con una maldita
Mujerona que empuja y requiere atención
Pero no de esa que le das a las copas de cristal
O al juego de té del salón

Aquí hay una cacerola con caldo de guisa
Piernas peludas y lengua pelada
Así que si estás pensando en desenfundar la espada
No me vengas con tu altanería escurridiza

Primero bajate del caballo
Y batámonos en horizontal combate
Ni me achico ni me callo:

Vamos a ver quién se desangra antes

Jorge Luis Borges (II)

Límites

De estas calles que ahondan el poniente,
una habrá (no sé cuál) que he recorrido
ya por última vez, indiferente
y sin adivinarlo, sometido

a Quién prefija omnipotentes normas
y una secreta y rígida medida
a las sombras, los sueños y las formas
que destejen y tejen esta vida.

Si para todo hay término y hay tasa
y última vez y nunca más y olvido
¿quién nos dirá de quién, en esta casa,
sin saberlo nos hemos despedido?

Tras el cristal ya gris la noche cesa
y del alto de libros que una trunca
sombra dilata por la vaga mesa,
alguno habrá que no leeremos nunca.

Hay en el Sur más de un portón gastado
con sus jarrones de mampostería
y tunas, que a mi paso está vedado
como si fuera una litografía.

Para siempre cerraste alguna puerta
y hay un espejo que te aguarda en vano;
la encrucijada te parece abierta
y la vigila, cuadrifonte, Jano.

Hay, entre todas tus memorias, una
que se ha perdido irreparablemente;
no te verán bajar a aquella fuente
ni el blanco sol ni la amarilla luna.

No volverá tu voz a lo que el persa
dijo en su lengua de aves y de rosas,
cuando el ocaso, ante la luz despersa,
quieras decir inolvidables cosas.

¿Y el incesante Ródano y el lago,
todo ese ayer sobre el cual hoy me inclino?
Tan perdido estará como Cartago
que con fuego y con sal borró el latino.

Creo en el alba oír un atareado
rumor de multitudes que se alejan;
son los que me han querido y olvidado,
espacio y tiempo y Borges ya me dejan.


El capítulo que le sigue

No me alcanza con tu nombre o tu signo zodiacal. Ni con tu banda favorita, ni tu color de voz. Yo quiero el combo completo. Tomame como una desempleada cama adentro, un parásito, como todo ser humano. Quiero conocer los monstruos que te habitan, saber qué muela te falta, enfrentarme a tus peores mañas. Hasta ahora sólo supe de tus fortalezas, que sin dejar de resultarme encantadoras, se quedan cortas. Porque lo que yo quiero es descubrir el capítulo que le sigue al "comieron perdices". Creo que nadie lo quiso publicar porque se dieron cuenta que su prosa no estaba a la altura de las circunstancias.
 Estamos en ese escalafón, un poco escalofriante, donde la inundación de mariposas. Lo que pasa es que me aburre ese cuento; estoy buscando el otro. Todavía no puedo dibujar la comisura de tu sonrisa con los ojos cerrados, ni sé con qué condimentás las ensaladas, ni cómo es tu cara de bondi a hora pico. Esos sí son datos, determinantes, tangentes, accidentes geográficos incandescentes. Asimismo son minucias, y estoy convencida de que el amor que profeso sólo se encuentra ahí donde acaba la cascada.
 Advierto que vas a tener que tener espalda porque vivo desajustándome, carcajeando y maldiciendo, sinceramente. No pienso correr la mirada. No voy a permitirte reprimir ni lágrimas ni capuccinos. Voy a ser corrosiva, tenaz e impertinente, en resumen: insoportable. Me atrevo porque con esa caricia me conferiste autoridad, en un sentido positivo de la palabra. Hablo de un poder, una injerencia sobre tu trascendencia que a la vez me pone en riesgo, totalmente al descubierto. Ése es el juego que propongo. Para no morir, no dejarse aquietar, no bajar la guardia.
 Ojalá también.
 También estoy asustada, así que dejo la luz prendida.

(https://www.youtube.com/watch?v=Bj9ewSx1ows)

Un día en un planeta - Transcripción de un cadáver exquisito

  Esa mañana amaneció con un árbol de palta incrustado en la cabeza que explota, que se desenrolla ante canciones de planetas unimultiultrasensosacionales que entran en nuestras venas, que nos transportan a climas de los ochentas, cuando Cindy no se animaba a salir del closet, y después la sequía atragantada, la pena, atragantado el mar, que deja campo libre a una embarcación de papel que carga infinitamente con la misma historia, todos los dueños recurrentes, sanguijuelas del pasado que no fue. Y fueron aquellos lagrimares botones que dejaron ya de fugarse en miradas a los extraños que buscan mesas en cualquier bar ridículo. Y entonces apareció el Aguilucho, rígido y majestuoso, a robarles lo poco que les quedaba de las historias sagradas. Claro, las últimas palabras.

(http://unplaneta.bandcamp.com/album/un-p-l-n-e-t)

Paulo Freire

Canción obvia

Escogí la sombra de un árbol
para reposar de lo mucho que haré
mientras espero por ti.

Quien espera en la pura espera
vive un tiempo de espera en vano,
por eso mientras te espero
trabajaré los campos
y conversaré con los hombres.

Sudaré mi cuerpo que el sol quemó
mis manos quedarán llenas de callos,
mis pies aprenderán el misterio de los caminos.

Mis oídos oirán más,
mis ojos verán lo que antes no veían,
en mientras espero por ti.

No te esperaré en la plena espera
porque mi tiempo de esperar es
un tiempo de quehacer.

Desconfiaré de aquellos que vendrán a decirme
en voz baja y precavidos:
"Es peligroso actuar, es peligroso hablar, es peligroso andar..."
Es peligroso esperar en la forma que esperan,
porque ellos recusan la alegría de tu llegada.

Desconfiaré también de aquellos que vendrán
a decirme, con palabras fáciles, que ya llegaste,
porque esos, al anunciarte,
ingenuamente te denuncian.

Estaré esperando tu llegada
como el jardinero prepara el jardín
para la rosa que se abrirá en primavera.

(https://www.youtube.com/watch?v=eSEHvtLBafw)

El admirador

 Viene todos los días, un rato después de sol. Cada vez que pone un pie en el metro cuadrado del pasto del jardín*, mi cuerpo se retrae, saliva y empuja hasta que sale del caparazón, máscara-cáscara, y, una vez que se me acostumbran las antenas al fresquito de la mañana que no perdona resacas, empiezo a ronronear para que se acerque a mí. Yo creo que ella escucha, pero yo no sé lo que es creer. Lo que sí sé es que tarde o temprano, se trepa a esa barra amarilla que la hace volar. Entonces me arrastro tronco abajo hasta quedar bien cerca, y que sus medias de colores me peinen el cascarón. Tiene el cacareo más contagioso que escuché. Por eso me quedo, paralizado de adrenalina, degustando el peligroso roce de sus patas. La arrullo desde mi escondite en el pasto, soñando con que me advierta y me deje hacerle dibujos de baba en las plantas.          

* Ubíquese en un dúplex típico de un barrio de nuevos ricos, corre el otoño de algún año cercano a la intromisión de Miguel del Sel en nuestro generosísimo mundo político.
···

 Iara cumplió dos años y Pepo le regaló unas zapatillitas. Mamá la levantó temprano con una chocolatada y la llevó al comedor para que salude y le muestre al abuelo cómo le quedaban. Ella habló poco y le dio un abrazo a ese señor grandote y arrugado que viene a tomar mate cada tanto. Le gustaba por sus sombreros divertidos y porque le hace a upa en los hombros (en este punto de la historia todavía no se fracturó la clavícula), pero igual se aburrió rápido. Se quedó mirando por la ventana y apenas dejó el vaso vacío, bajó del asiento y se fue, un poco a los tropezones, a jugar en su hamaca. Podía pasarse toda la mañana ahí, riéndose con las cosquillas que le hace el pasto y aprendiendo a silbar para responderle a los pajaritos. Sus piernas eran más fuertes y más largas cada día, y la hamaca respondía llevándola más rápida y más alta, a un suspiro de volar. En eso, Mamá desde la cocina: “Iara, vení adentro que te pongo una bufanda, hace frío”. Ella en realidad no cazó la frase en su totalidad, pero sí la orden: adentro. Resolvió obedecer, y sus patitas eficientes bajaron de golpe al suelo, justo sobre el espacio donde estaba ubicado su admirador. Sin siquiera darse cuenta de la fatalidad, siguió caminando, mientras los restos de caparazón y babosa agonizante se iban despegando de la suela recién estrenada. 

Jota

A ver si nos entendemos:

 Hay personas que fueron para mí como un semáforo en amarillo, más de las que recuerdo como un rinraje, otras varias como un saludo cordial con énfasis variable al pibe del kiosco, y una que fue primero el silencio los pájaros, y después la eclosión de una selva entre mis ojos. Eso fue Jota para mí. Hay gente que cataloga a la gente así como “el amor de su vida”, yo pienso en cambio que siendo la vida tan larga sería un poco hecatómbico creer que ese fue el mar de todos mis ríos y reíres. Sé también que el amor es multi deforme, siempre brote sincero e irrefrenable, y quien lo reprima es huevo podrido. Pero, eso sí que sí, hay un antes de Jota y un después de Jota en mí. Atravesó, desgarró, inquirió, destituyó, construyó, cosquilleó, desenlazó, y un día también se apagó. Natural, inevitablemente. No hubo manotazo que no diéramos mientras se nos ahogaba el cuento, pero el fin era el fin y no iba a ceder ante nuestra nostalgia. Es cierto que ahora hasta me cuesta recordar el color de su voz, y que seguro ahora habla muy distinto que en ese tiempo de camisas abiertas y chicle globo. Cierto es también que no habrá quien siquiera pise su sombra, jamás, aunque haya historias distintas, como de hamaca paraguaya, o de campamento libre, o de pasión de colectivo, o de tantísimas otras cosas. En el historial hay muchas personas catalogadas de “ex”, lo que fue y no puede ya ser. Alrededor: mucho amigo, mucha hermana, mucho maestro, mucha mascota, y Jota, que siempre será. No es ni la primera ni la última letra del abecedario, no me dejó ágrafa ni afónica, que tengo resto para rato. Fue un capítulo aparte que merece un nombre propio. Vos no serás menos, sólo diferente, adorable en la medida en que me nazca, siempre y cuando no te atrevas a nombrarle porque sí, porque entonces me pongo cabra: Jota es como una reliquia, que casi no recuerdo y se pierde en la noche de los tiempos, pero que no permito que nadie desempolve.

Mentir y dormir

mentir y dormir,
mentar y dorar píldoras
paredes
no actúo, descanso, inactiva, podrida
cansada de no cansarme
la camisa está manchada y nadie va a hacer algo al respecto
que la mugre es relativa a la limpieza del contexto, te digo, che, que el aire está lleno de polvo y rastros de piel muerta, no tenés por qué espantarte con eso
ah, cuando ves a un par cagándose a trompadas en una esquina no te indigna pero las arrugas en mi pantalón son impresentables y yo pienso que son las arrugas entre tus cejas las que le cierran la puerta a cualquier asomo de sonrisa
yo me quemaré el cerebro con sustancias tóxicas
para evitarme tanto trajín, yo no quiero ser un engranaje, tampoco sanguijuela, diré más bien o más mal
que nunca tuve ninguna pretensión de ser
menos aun, de trascender
eso son cosas que suceden, sobre las que se medita de más
no importa
nada
todo lo que es, es y no puede no ser/todo lo que no es, no es y no puede ser
mentira
andá a bañarte al río y dejate de joder
cuando tu materia se disgregue y se reúna en una nueva forma, de piedra, peón o moco duro,
seguirás siendo sin ser ya lo que eras
por el momento y hasta nuevo aviso
yo sólo voy a mentir y dormir.

De lo que pasó antes y después

Se incorporó del banco, en un gesto repentino, presuroso, quizá predestinado, que fue mucho más que levantarse. Tres cuadras después me la crucé. Tenía el pelo suelto, la mirada abierta, los pasos cortos, la sonrisa fácil, una zapatilla agujereada que dejaba ver una media. Venía silbando ese tango que a mí me gusta tanto, el del loco, las callecitas y ese qué sé yo, ¿viste? Fui tras ella pensando que en los cuentos los personajes nunca silban, ni les queda orégano entre los dientes, ni se ponen medias de distintos colores. Compartimos la espera de un semáforo y pude verla de cerca. Se comía las uñas, no usaba maquillaje y llevaba algunos años con ojeras. Me di cuenta que la quería. Ella, pero no ella guiando mi espionaje, tropezando con el cordón y regalándome un instante liviano, levantándose con la vergüenza tonta de los pasos en falso en la vía pública, dos pasos más y frenando a la puerta un cafetín, entrando y llevándose puesto el carísimo traje de un hombre despreciable, pidiendo perdón al aire y sentándose en el fondo, no ella, sino ella personaje, convertida en el punto de partida de una historia, ella vuelta tinta, ella haciéndome rechinar los dientes, musa inspiradora sin saberlo jamás, Irina.

De lo que venía pensando

yo venía pensando
mientras bordeaba el cordón de tu zapatilla
esa del agujerito que deja ver el color de tus medias
antes de cubrirse de barro
qué loco tomar conciencia de que una voz te habla, y es la tuya pero no es la tuya
porque suena mí y sin embargo tengo la boca cerrada
y tiene el tupé de hablarme en tercera persona, qué ridiculez
y yo que no puedo menos que contestarle
y somos tantas acá adentro
pero siempre sola una
que trata de distraer al resto mirando el cordón de tu zapatilla
pícaro
metiéndose justito bajo la suela
para dar paso al tropezón
que es caída
y entonces las voces se disipan
y carcajeo por reflejo
porque fue una escena espectacular
menos para vos, que no viste la mueca que hacías al tocar el piso
pero por suerte había alguien ahí para registrar el maravilloso instante
en que se callaron las voces que me dirigen
para compartir una sola risa

El banquete

 (A la monstruosa conchuda que habita en mí)

 Me tomo otro mate lavado mientras enciendo el anteúltimo pucho del paquete. No entiendo todavía cómo te bancás ese aliento a rata muerta que me dejan estos cilindros de cáncer barato, pero al parecer te gusta. Así de adicta. Bah, si hasta te deleitás tiernamente con mis incontables manías, incluso con aquellas que asustan al normal de la gente. Me acuerdo el día que te mostré mi colección de banditas elásticas encontradas en la calle. Tus ojos tenían una sorpresa azorada, como de pirata que encuentra que el mapa no era verso y que el tesoro efectivamente existía. Estás desquiciado. Por eso estás acá, todavía. Dentro de un rato voy a tirarte la bomba, vaya a saber cómo, pero tengo la certeza de que es hoy, después de tantas vueltas y tanto ahogo, los ires y venires se acabaron: "Tenemos que hablar". No, estúpida, para eso lo fletás por mensaje de texto. Tiene que haber alguna otra entrada. Menos evidente, menos chicle. Un intermedio entre el bruto "Llegamos hasta acá" y "Yo te voy a seguir queriendo siempre". Me revientan los envases del amor. ¿Cómo es posible que algo tan intangible, tan inabarcable y camaleónico como el amor se haya visto prostituido internacionalmente? La humanidad es así, supongo. El marketing puede más. Con la religión pasó lo mismo, como es esperable, o con el fútbol, grandísima indignación. Capaz es por ahí... el fútbol fue desde el vamos nuestra esquina preferida para matarnos a puteadas con clase, siempre con la malicia del decir entre líneas, porque somos un par de cobardes y al parecer nos calienta la competencia intelectual. Qué gilada, ahora que lo pienso. Esa vuelta que perdieron contra nosotros y aprovechaste para echarme en cara que le tenías celos a Julieta. Fue una gigantesca demostración de falta de perspicacia, debo decir, porque ella nunca pasó de amiga, y en ese tiempo yo disfrutaba de un tonto flirteo con Karen, que ni la debés haber registrado. Igual tenía novio... pero me di el gusto de ser la gota que colmó el vaso para que esa relación enferma llegara al fin. Podría llamarla, preguntarle al pasar cómo se hace para dejar a tu pareja faldera sin demostrarle la bronca que le juntaste y destrozarle su psiquis, tan inestable, tan generación '90. No. Éste es mi final, no puedo delegar la responsabilidad en otra persona, que ni siquiera entiende de qué hablo cuando digo que nos atrajimos por tener dos cosmovisiones radicalmente opuestas. Y además, encararla con semejante planteo implicaría que fantasee de nuevo con una falsa aventura, como aquella vuelta, insulsa y fácil, que desembocó en la nada misma porque se me voló rápido el interés. Creo que ése es mi mayor defecto: no me interesa si no me enmaraña. Y mierda que me interesaste. Vos, sí, que babeás a dos pasos de mí, con esa mueca que se hace cuando se duerme en un bondi y que ayuda notablemente al roncar. Parecés un recuerdo de carne. Vaya señal de alerta, ¡"recuerdo de carne"! Es un punto sin retorno, no hay duda que quepa entre vos, ya-conocés-la-salida y yo. Igualmente siento culpa. Tres años no se cierran así nomás. Vamos a tener que charlar largos y tendidos, quizá desayunar aunque sea con las gargantas anudadas, voy a tener que asistir a una serie de desesperadas demostraciones de afecto que pugnen por hacerme cambiar de parecer, y voy a tener que estar fría y atenta para no tropezar con tus dotes de Maquiavelo, que vos de boludo ni un pelo. Pero no vas a ser tan cararrota de negarme que cada vez creamos más distancia. Rememoro: la última vez que nos tentamos juntos fue cuando nos emborrachamos en las bodas de plata de tus viejos, y ya ni me puedo acordar por qué era. Magnífica mentira la del matrimonio, eh. Menos mal que no se nos pegó a nosotros, si no, imaginate el laberinto que nos quedaría por atravesar. Eso es una suerte: me va a alcanzar con encontrar la primera y triunfal frase para empezar a cortar oficialmente el cordón umbilical que construimos -inconscientemente, claro está- entre ambos. Y después, bastante vacío. ¿Podés creer que efectivamente me encariñé con tu familia? También me amoldé a tus amigos, y ese fue flor de desafío para mí, que soy un tanto limitada a nivel vincular. Me termino el atado y aparece en mi cabeza la mejor imagen tuya que preservo. Va a faltarme tu beso en el cuello cuando llegás. Ah, basta de engolosinarme con vos. Resulta ser que quiero dejarte, largarte, abrir nuestra jaulita del amor y la ensoñación y empujarnos a los dos, por nuestro bien, de nuevo a las corridas, de nuevo a la adrenalina de una mirada furtiva, pero que ya no se sienta como una traición y arrastre consigo una tortuosa culpa, sino que sea un brote de esperanza, de alegría por recobrar las ganas de aventurarse en todo un mundo nuevo que es la ajenidad. Vos y yo nos perdimos la sorpresa, la delicadeza, en fin, el amor. Eso que yo sentía, que no tengo mucha idea cómo sentías vos pero más o menos leía en tus ojitos bajando la guardia ante mis detalles infantiles. Era lindo sentirse así, acolchonados. Pero, ¿sabés una cosa? Se nos terminó la fiesta. Remé, vos hiciste tu parte, nos fuimos de vacaciones juntos (no hubo un día que no lloviera, inolvidable), nos conseguimos una gata... Me la quedo yo. No me jodas, llevate el dvd si te pinta, hasta los libros que compramos juntos, con nuestras anotaciones y el piripipí, pero Sisí se queda en este departamento jugueteando hasta que la sarna nos devore a las dos. Tengo derecho. Vos sabés que nunca le cambiaste las piedritas. ¿Será muy rudo si arranco por ahí? Pero sí, más vale que sí, soy tan ridícula a veces. Te conozco todas las respuestas, los tics, hasta las ocasiones en las que sentís que amerita ponerte desodorante. Antes te bañabas para parecerme más lindo. Hacías la cama también. Y ahora no, ya no te importa. Es evidente entonces que te sentís igual, tal vez hayas estado maquinando como yo, hamacándote acá mientras arrancabas el pastito, pensando cuál sería tu frase de Troya que termine con nuestro círculo vicioso. Uf, fue duro eso: "círculo vicioso". Un poco melodramático. Tengo que cuidarme de esa frase, me gusta mucho pero no cuaja con el momento. Y vos sos demasiado susceptible para bancarte, además del entrevero separatista, una frase tan de mierda como "círculo vicioso". No te quiero menospreciar, che, que yo te quiero. Digo, me tenés bastante cansada de todo, me viene cayendo mal lo que cocinás, porque lo hacés con desgano, te noto estancado y ultra dependiente, te dejaste crecer una panza de birra que me baja la libido hasta el sótano, te causan gracia mis arranques progre-libertarios que para mí son cosa seria... Estás rígido y yo estoy frígida. En resumen, una cagada, loco, esto no está ni cerca de ser lo que proyectábamos en nuestros primeros encuentros, un poco ilusos pero llenos de devoción y buenos augurios. Creo que hace demasiado que venimos prologando la agonía. Debe ser porque es mucho más cómodo pagar el alquiler de a dos, y tener alguien a quien contarle qué tan alienante fue tu día de laburo. Me siento sucia. Hipócrita. Interesada. En el fondo de mí, sé que me recontra cago en vos. Así no se puede vivir. Mmm... ¡drama queen ataca de nuevo! A ver, vamos un poco a tierra: decidí, remordimientos y vértigo de lado, que esta mañana escribo el punto final. Depende de mí, claramente, porque si bien vos, la hamaca y el pastito, no te dan las pelotas para enfrentarme y quedarte sin el pan y sin la torta. Preferís la jaulita y la maniática a la soltería de prestado en lo de algún amigo tuyo, que también vive sumido en la angustia de no haberse dedicado ni un segundo a seguir una corazonada. Gil. Se nos acabó el banquete. Colorín colorado.
 Despertate, te lo tengo que decir, es mi gran frase final: "Iván, se nos acabó el banquete. Colorín colorado."

Pájaro verde

El pájaro verde se esconde en la jungla;
detrás de las ramas se pone a silbar
esa antigua canción del Aire libre
que lo ayuda a no olvidar.

Aquel sideresio viene cargado
con su maldito polvo gris,
pero huye, cobarde, y se hace pis
cuando escucha el verde canto.

No nos estamos escondiendo,
seguimos luchando, pero con disfraz.
Estas suaves plumas revisten la furia
que vengará tanta miseria y maldad.

Dicen que el zitzahay no tiene astucia
porque sólo sabe hablar y bailar,
pero el arte es un arma, bien lo dijo Kupuka
siempre que se la sepa usar.

El pájaro verde en cada danza nocturna
derrama la sangre de algún enemigo.
Carga su flauta, su lengua, su historia,
y su nido, siempre lo lleva consigo.

Una vez que el Templo del Sol fue cenizas
nuestro pueblo sacó las garras
e hizo cuerdas con sus tripas,
e hizo fuego de sus lágrimas.

El pájaro verde no baja la guardia,
duerme con ojos abiertos esperando al sol,
pues cada mañana la Piedra del Alba
se pone más blanca y aleja el dolor.