Ágata

 Andaba arrastrada, como loca mala, como media sin par, como cuando todo lo terrible del mundo se condensa en un ahogo que punza el esternón y nos deja a gachas. Arrastrada y sin explicaciones de ningún tipo, pues para qué si ese vacío, esa angustia fundamental, no se llena con excusas sobre el origen. Solita en una pecera en un galpón, techo tinglado con dieciséis vigas recorriéndolo exactas e inmóviles, y sobre ellas varios cúmulos de nubes. En cada rincón fluía el aire pastoso del conurbano, enrarecido de humos varios y venenos baratos, alquimia de gases grises, perlados por naranjas de las luces de mercurio del Acceso Oeste, que incandescen todavía con más estrépito cuando viene esa hora de la noche en que pareciera no suceder absolutamente nada.
 Ya había recorrido el laberinto de punta a punta, y había repetido el procedimiento, infalible, quichicientas veces, pero no había queso que buscar. Quizá querían probar su velocidad. O presionarla hasta que tuviera un brote psicótico y se pusiera a recitar los pronombres. No iban a lograrlo. Sabía que llevaba más de medio día metida ahí, casi delirando de hambre pero sin ganas ni de vengarse. Acá vuelvo sobre mis pasos y me retracto: decir que andaba sola fue inexacto, porque es bien sabido que todo ese tire y empuje de neurosis eléctrica puede corporizarse y convertirse en compañía, al tiempo que la carne se transforma en carnada de diván. También porque fuera de la pecera había un roñoso mundo de peones de laboratorio jugando con ella.  
 Andaba atragantada, a gatas, harta, Ágata la rata, atrapada, apagada. Únicamente se perseguía la cola y maldecía en chillidos analfabetos a la Entidad Madre por tener el mal tupé de encajarle a una humilde ratita un cerebro tan similar al humano, que la llevaba a morar desgraciada en su propio laberinto. Ella no pidió ser parte del experimento, pero mucho menos, darse cuenta.

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