No termines como Captain Cook

  Una tripulación sobre tablas sobre ratas, valientemente a la deriva entre las tinieblas y la sal, avanza a fuerza de viento, atraviesa tensa la penumbra hasta ser alcanzada por una luz titilante. Los muchachos sudan, no mares, sino esperanza y temor. Calculan: hay un faro a doscientos nudos de distancia. Entonces aúllan. El más inferior de los cabos, el que aun no supieron atar, se ocupa de soltar el ancla a pedido del capitán Cook. Aquel, barba, pipa y callos, desciende a cubierta y reúne en ronda a los sobrevivientes de la travesía.
 Silencio expectante. “Muchachos, estamos por llegar. Es necesario que les revele el secreto motor de nuestra odisea, que tuve que guardarme hasta este momento crítico.  Espero sepan comprender mi situación. Soy un hombre de honor y acepté emprender este viaje por dos motivos: uno, la carga de azafrán y jengibre que traemos es de extrema necesidad para la gente que nos espera en la isla; el otro, soy el único Capitán Cinturón Azul Punta Dorada con el pasaporte al día. Hemos surcado los límites del horizonte y salimos victoriosos, y les confieso mi orgullo y admiración ante tanta proeza. Por el respeto que se han ganado, no puedo permitir que continuemos sin advertirles que el puerto que se avecina está maldito. Les sonará extraño, tal vez, pero nosotros, hombres de océano, que hemos lidiado con bestias tentaculosas, sirenas pérfidas y la inclemencia de Neptuno, sabemos que no hay precaución que no amerite ser tomada frente a lo que la turba  estúpida llama “mito”. El muelle al que nos acercamos no cuenta con una sóla gaviota que le revolotee. No se pesca en kilómetros a la redonda. Es un poblado de gentes de piel delgada y pálida, que envejece irreversiblemente a partir de la treintena, perdiendo a los pocos meses toda la dentadura, luego el cabello, y finalmente la habilidad para caminar. Quienquiera que pise Bahía Jubilada se convierte, tras el primer ocaso, en uno de ellos. En cuestión de días estarán sentados en la plaza comiendo galletitas sin sal, mirando a otros desfilar costosamente en andador, camino al bingo o al mercado de pulgas. Sé que éste es un futuro poco prometedor, así que es preciso que cada cual tome una decisión. No podremos volver a zarpar en menos de una jornada, dado que traemos un importantísimo cargamento de contrabando que requiere más de un sol para desembarcarse. Entonces, compañeros míos, yo, el Archicapitán Cook, debo en este sermón negro pedirles que consideren el valor de su juventud y vigor. Quienes estén dispuestos a terminar esta ardua expedición, a sabiendas de que quedarán atrapados en una isla que poco sabe de encuentros carnales y riñas de vieja escuela, no tienen más que quedarse aquí, levantar el ancla, y todo el trajín que de sobra conocen. Para quienes semejante mañana sea demasiado miserable como para transitarlo, puedo ofrecerles dos botes, las escasas provisiones que nos restan y mi sincero deseo de que eventualmente arriben a algún puerto seguro. Por lo que a mí respecta...”. En este momento, el capitán, que ya había dejado su gorro de oficio en la mesa y jugueteaba con un objeto en su bolsillo, sacó su mano de allí y sin dar tiempo a que ningún marinero tenga un reflejo en su favor, se degolló con una antiquísima daga de mango de ébano, regalo de un oficial de navío al que le aplicó con éxito la maniobra de Heimlich.
 La tripulación, las tablas y las ratas crujieron al límite del síncope. Los minutos que siguieron fueron de una tensión intraducible. El primero en acercarse al cuerpo, con primor, sin dejar por un momento de farfullar un salmo armenio, fue el cabo del ancla. A él lo siguieron uno, dos,  el resto, con semblante firme y respiración de macho indolente, y entre todos se pusieron a revestirlo como canelón-matambre con la bandera del navío y lo lanzaron de babor a la mar, luego de guardar su daga y reloj en sus sendos bolsillos. Finalizado el ritual, y sólo entonces, levantaron las miradas incrédulas y se examinaron mutuamente.
 Contaban doce. Siete habían muerto en el camino, presas  de la malaria, la peste bubónica y la humedad. Sintieron más fuerte el ruido de sus ausencias.
 Fue el barbero de los huevos peludos quien primero habló: “Dignidad. Mi vida la quiero viva.” Desenvainó, mismo procedimiento y misma resolución, aunque nadie se ocupó de desechar su cuerpo, en parte por la falta de banderas, pero más porque esa última sentencia convenció a los marineros de seguir sus pasos. Fue un brote de histeria sin espamentos. Algunos, los menos, se abrazaron, también hubo quien derramó disimuladamente un poco de océano por los lagrimales, y así fueron cayendo sobre las tablas sobre las ratas. Mismo procedimiento y misma resolución.
 El último, el cabo que no pudieron atar, fue el único que reparó en que el cargamento no llegaría a desembarcar jamás. Y sentado en una baranda empezó a cosquillearle una ironía que lo dejó doblado de risa. Cuando pudo volver a ponerse en pie su rostro tenía el ceño duro de la decisión: bajó a donde las ratas anidaban, se cargó al hombro un tonel de raíces de jengibre y una pinta de pistilos de azafrán y los depositó uno de los botes disponibles.
 Antes de lanzarse a la mar se tomó la molestia de tallar en el suelo: JUVENTUD, DIVINO TESORO. Y luego, esquivando cobardes, empezó a remar hasta perderse en el horizonte.

(https://www.youtube.com/watch?v=7r4OJkN7qvI)

El fin del nihilismo

Brote germina, fémina explota
suerte ancestral de ser hogar de otro cuerpo
confluyen dos en uno para ser tres
el nihilismo se lava con el eco del diminuto corazón
que es todo norte, comienzo y objetivo
la leona cede sus juguetes a los tiempos que vienen
la madre guerrea, nutre, celebra
arrulla sutil, arrolla imponente
la niña muta y educa
empieza hoy todo lo nuevo.
Llorar, abrazar, carcajear, proteger, acompañar, procesar, crecer.