Lo que soltó el viejo

 Una mecedora vieja, rechina. Un viejo meciéndose, silba. Hombre reservado, voz ronca de tabaco y silencio. Unos lentes flojos por el uso, funcionan. Años que pasan sobre un regazo sin nietos que lo visiten.

 La casa fue conquistada por enredaderas y telarañas. Está a un par de kilómetros del pueblo, sobre una callecita de tierra que va a parar a la ruta del desierto. Es un lindo lugar para ser una vaca, pero es el infierno de los mochileros: en este rincón del mundo es tan inusual ver caras nuevas, que la gente se asusta y los ahuyenta a escupitajo vivo.      
 Sólo yo, diario en mano, pedaleo hasta su rancho cada domingo. Las únicas páginas que toca son la de los crucigramas y la de las historietas, el resto es alimento de salamandra. No cruzamos nunca más que un buendía. Hasta que descendió Huracán.      
 Yo sabía que era del globo porque tenía un banderín colgado en la cocina que se veía por la ventana. Pero por más que trataba de sacarle tema y le preguntaba por el partido, nunca me respondía, ni siquiera movía una comisura. Cuando me di cuenta que no era sordo, sino sólo un amargo, me irrité y dejé de intentarlo. Y como no soy mala leche, no me iba a reír de él, que ya tenía bastante con ser de la B. Así que le alcancé el diario, y acá la cuestión: me dirigió la mirada y la palabra, inolvidable. Primero me contempló. Estaba quebrado. Acto seguido soltó: "Todos somos necesarios, pero ninguno imprescindible."
 Me avisaron al otro día que dejara de pasar por su dirección. Nunca más volvió a comprar el diario.

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