Ruleta XVI

 1. Yo, ahora.

 — Te voy a dejar comenzar—, me suelta amenazante, y me lo pasa. Pesa distinto de lo que mi mano suponía. El Roto, un híbrido de gángster, gitano y proxeneta con aliento a siglo pasado, había chequeado antes: tres y tres, magnífico equilibrio. Parece haber algo de hipnótico en el girar del tambor, una atracción que suena a fatalidad. Me siento algo débil; es exasperante saber que, incluso ganando, no voy a sacarme de encima las miradas heladas que despide mi contrincante. A él se lo nota curtido, un rostro poco armónico, tachado de peleas y calles, un par de ojos entrecerrados y burlones que me miden tras un gesto sereno, por encima de toda situación. Tiene la piel dura de años duros, sus pitadas parecen rendidas a lo que dicte la fortuna, y resulta de todo aquello un espécimen extrañamente vivo. Quizá sea eso lo que me trajo hasta este abismo: ellos se ven tan vivos... ¿Guardará alguna relación con la cantidad que caen en el camino? Imagino que absorben el último momento desesperado de los que pierden, justo en este ahora donde se condensa toda mi fuerza vital, donde estoy en el borde, él, como toda su especie, se prepara para asegurarse otra victoria en el bolsillo.

 Se supone que ahora viene el repaso relámpago, el maullido de Mina, el patio del colegio, la abuela haciendo pan con manteca, las puertas del teatro, la sonrisa de Lautaro, esa esquina con lluvia, algún amanecer fantasma, el mal trago definitorio antes de llegar a este bar... Y en vez de eso tengo una muñeca tensa, que quiere temblar y no se anima. Traigo el martillo. Ya está, si él dejó de dar vueltas, se espera que yo haga lo mismo. Abro la boca. Disparo.



 2. Aquel, entonces.

 No, no salió. Casi podía verse la adrenalina recorriéndole el cuerpo, la euforia de pasar viva la primera prueba. Le brillaban los ojos con ganas de volver a gatillar. Pero no son esas las reglas. Era el turno de él. Prefirió no decirle nada, no quería delatar su absoluta sorpresa, que igualmente se notaba en su palidez de principiante. Apoyó el arma sobre la mesa y se la acercó humildemente, sacando rápido la mano antes de tener cualquier tipo de contacto físico. Apenas la devolvió se animó, por un instante, a temblar.

 Se trataba del Smith & Wesson de la casa, un Modelo 29, más que clásico. Yo le tengo mucho cariño, casi se diría que nació conmigo, pero es más acertado decir que yo nací con él. Si lo ofrecí esa noche fue porque se trataba de una ocasión bastante peculiar: no es nada común que uno que lleva años en esto se busque una presa chica como su último trofeo. Pero Sátiro quiso, y no podía menos que ofrecerle mi revólver. Es un tipo lo bastante impredecible a decir verdad. Yo asentí desde el principio, prefiero no meterme demasiado porque gano más sabiendo menos. Total los charcos son siempre igual de rojos y la comisión es siempre igual de generosa.

 Él lo tomó con la misma naturalidad con la que lo hizo su hermano la última vez, aunque con algo más de elegancia. Se lo notaba divertido, chispeaban sus ojos celestes con un desdén desacostumbrado pero sin desprecio. Nunca le gustaba terminar tan rápido; había llegado incluso a tomarse una copa con su rival antes de empezar a jugar, sólo para que dure un rato más. Sucede que con el tiempo los vencedores le van tomando el gusto al esto, hasta que pierden toda capacidad de asombro y sus visitas al Artaud se les vuelven un vicio cada vez más insaciable. Son gente indolente, que por necesidad o necedad terminan rechazando el dictado natural de supervivencia, y aprenden a fijar la mirada altiva hasta el último gatillazo. Así, se construyen de a poco un aura de inmortalidad cuasi mafiosa que pareciera torcer el azar en su favor. Me los sé de memoria. Muchos son legendarios, pero ninguno lo es tanto como Sátiro. Creo que terminar su carrera con una nueva, y de tan poca monta, fue sólo una demostración más de su desprecio hacia todos los que pusieron precio a su cabeza.

 Automáticamente amartilló, acomodó el caño bajo su pera, le guiñó un ojo a la única mujer de menos de cuarenta años que había pisado nuestro sótano, y, para terminar el ritual, lanzó un aullido al tiempo que disparaba.


 3. Ellos, finalmente.

— ¡Bang! Estoy liquidado. ¡Ja! Una verdadera lástima, che... Será turno entonces de la señorita... ¿cuál era tu nombre, preciosa?

— Cala.

— ¡Cala! Inolvidable, si te van a llevar a mi tumba... Aguantá, tomémonos un último trago, ¿sí? A mí a esta altura ya me satura un poco que sea todo tan frívolo, necesito hacer algo de sociales antes de enfrentarme a la Parca. Somos muy amigos igual eh, no te creas, pero la paso mejor si tengo una ginebrita encima. Che, Roto, ¿no te traés el Bombay que tenés en el fondo? Dale, no seas agarrado que es mi última noche por acá. ¿Vos estás bien con eso, o querés algo más suave?

— Da lo mismo, no voy a tomarlo.

— Pero, nena, no seas tan dura, que es un trago nomás. Tranquila que no te voy a llevar a la cama después, acá somos todos amigos hasta que la muerte nos separa.

— Ya lo sé.

— Y bueno, ¿entonces? ¿Qué te cuesta regalarme una copa? Es sólo un minutito más, después, te vas. No te lo tomes a mal tampoco, no me causa gracia. Para nada, che, una piba tan linda... ¿Cómo caíste acá? Este es un lugar bastante reservado. ¡Ya sé! A que tu papá era amigo de Fino, o algo así. Porque el Roto dijo que no te conocía, así que no sé por qué te dejó pasar. Es esa, o sos cana y te la estás jugando. Uy, esa sí que me gustaría verla, todos los tortugas entrando acá a tratar de apretarnos. Ja, hasta me dan ganas de mandarme alguna y ver quién salta. Pero ya estoy grande... Van a ser veinte años de esto, ¿podés creer? Más o menos tu edad.

— Tengo menos. No soy cana.

— ¡Epa, en serio sos muy piba! Al menos no sos yuta, no hay nada que deshonre más a una mujer que meterse a policía. ¿Me querés decir qué carajo hacés acá? Yo por tus años me dedicaba a hacer música en el tren y vagar por antros de mala muerte matando el tiempo. Algo como esto, pero de otra clase. No te imaginás los malandras que hay cerca del río... Después la cosa se puso mejor, te confieso. Cuando te metés en esto no hay quien te pare, ya te hartás de tanta guita. Claro que nunca dura mucho... Y ahí te vuelve la sed, que en realidad no se fue nunca, sólo estaba distraída. Uh, ahí viene el viejo con los tragos. ¿Tomaste ginebra alguna vez? Y, no, qué vas a haber tomado si apenas terminaste la escuela vos. Servite. Al principio quema, después se deja, y al final vas a querer otro vaso. Una lástima, che, una lástima... A tu salud, Cala mía.

— Salud.

 Vaciaron sus vasos de una sola vez los dos, mientras el Roto miraba la escena sin hacer un gesto. 

 Ella se aferraba al mantel con ambos puños para pasar el ardor de la ginebra. Cuando el fuego alcanzó su estómago, sin dudarlo, cargó y llevó el caño a su sien, apretando bien las muelas. Respiró profundo una vez más. Se sentía más viva que nunca, no había lugar para cargos de conciencia, para recuerdos, para revueltas. En su cabeza sólo quedaba espacio para una certera bala de plomo, atravesándola de principio a fin. 

— Che, ¿no me dejás el casquillo? Como recuerdo. Linda la guachita. ¿Quién era al final? ¿Qué era, alumna de don Serafín?

— Si no necesitabas saberlo antes, menos ahora. Te conviene no volver. Otra no pasás, sería la diecisiete.

— Ya veremos Rotito, ya veremos... A veces creo que en el fondo siempre quise perder, desde la primera vuelta. Pero no me dan el gusto. Cuidate, viejo.

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