ColiFlores

 George Heicowsky, nacido en Alemania en el tiempo sangriento, se vino con sus viejos -en ese entonces jóvenes- en barco de bandera sueca. Ambos eran listos y sabían que cualquier lugar era mejor que el infierno del águila negra. Él ea un poroto de apenas cuatro años, pero guarda bien su memoria las cicatrices.
 Me lo crucé en las entrañas de Ituzaingó, bien al sur, entre calles que todavía no conocen el asfalto. "¿Quiere que le dé una mano?", le pregunté, movida por empatía sin cargo de conciencia. "Te agradecería... infinitamente", me dijo con una sonrisa de deleite. Iba para Artigas, y yo, que ni pálida idea de los nombres por ese pasaje desconocido, empecé a empujarle la silla mientras chusmeaba carteles. La suerte fue que frenamos en un almacén y le regalé un paquete de puchos. En esa pausa de viciosos me comenta su férreo convencimiento de estar a dos cuadras de la estación de Flores. Complicado. (Pienso: ¿a mí se me pegan los coliflores, o soy yo la que se les pega?)
 Decidimos que nuestro destino sería el andén, el de Rivadavia al veintiún mil. Él no estaba seguro de nada: ni de que mi encendedor era azul y funcionaba, ni de tener el papel higiénico en el bolsillo del asiento, ni de estar del lado agitado de la General Paz. Yo estoy más cerca de desarrollar la telequinesis que de ubicarme en cualquier parte, pero estaba convencida del camino. Ahora, palabra contra palabra no solucionaba mucho, así que ratificamos la ruta con un kiosquero, un carnicero y una señora con cara de tía, un don de tapado que venía de la farmacia y un flaco que nos vio con problemas para bajar del cordón. Ni una mísera rampa, joder.
 Llegamos al paso a nivel; mi aliento venía trotando unas cuadras atrás y mi brazo derecho estaba para el Roland Garros. Unos maduros bicicletos nos facilitaron el paso: resulta que algún urbanista infeliz puso el laberinto más estrecho del mundo justito enfrente a la única rampa del andén. De cualquier manera le ganamos a su negligencia. Lo dejé en el vagón, ojalá en buenas manos, con la compañía de su ilustre genio desmarañado y un cierto aroma a pis que ahuyenta narices respingadas. Tanto mejor, ¿para qué rodearse de cuervos?
 "Te aseguro que de esta noche no me voy a lvidar nunca. Cuidate, vida. Sos muy grande y muy fuerte." Eso fue lo último que me dijo. Se fue a un bar. Y de ahí, partió para Siberia.

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