De lo que pasó antes y después

Se incorporó del banco, en un gesto repentino, presuroso, quizá predestinado, que fue mucho más que levantarse. Tres cuadras después me la crucé. Tenía el pelo suelto, la mirada abierta, los pasos cortos, la sonrisa fácil, una zapatilla agujereada que dejaba ver una media. Venía silbando ese tango que a mí me gusta tanto, el del loco, las callecitas y ese qué sé yo, ¿viste? Fui tras ella pensando que en los cuentos los personajes nunca silban, ni les queda orégano entre los dientes, ni se ponen medias de distintos colores. Compartimos la espera de un semáforo y pude verla de cerca. Se comía las uñas, no usaba maquillaje y llevaba algunos años con ojeras. Me di cuenta que la quería. Ella, pero no ella guiando mi espionaje, tropezando con el cordón y regalándome un instante liviano, levantándose con la vergüenza tonta de los pasos en falso en la vía pública, dos pasos más y frenando a la puerta un cafetín, entrando y llevándose puesto el carísimo traje de un hombre despreciable, pidiendo perdón al aire y sentándose en el fondo, no ella, sino ella personaje, convertida en el punto de partida de una historia, ella vuelta tinta, ella haciéndome rechinar los dientes, musa inspiradora sin saberlo jamás, Irina.

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