Decía que sí, siempre, sin siquiera simular, ni esperaba a que le preguntasen. Abría. Era más fuerte que toda otra voluntad, era un impulso que nacía y se adueñaba de su cuerpo de títere, rodando sus hilos por todos los rincones, con todas las compañías, pese a todos los climas, bajo techo y cielo raso, sobre el pucho, en el pasto y a la postre. Abría porque la duda era su máximo terror. Sí al descuido, a la palabra inoportuna, al desafío, al descaro de ser joven y de hacer malas inversiones pero buenas diversiones. A veces despertaba en el momento inmediatamente anterior al tropiezo, hasta sabía que eran piedras conocidas, sabía y sí, se volvía a dar contra la pared. Terminó siendo sommelier de venenos, recolectando anécdotas agridulces en las cuatro esquinas de la brújula. Abría, total, el no ya lo tenía. El no se le aparecía como lo único cierto, un camino tomado de antemano tan fácil como quedarse o tan difícil como virar. No, la única palabra que jamás se animó a decir, ni para sí.

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